Hace un tiempo vi un post de una mamá donde decía que amaba con todo su ser a su hija pero que desgraciadamente no estaba capacitada para enseñarle.
Entonces nos preguntamos, ¿realmente los papás no estaremos capacitados ni preparados para educarlos ni enseñarles? ¿por qué no?
Somos profesionistas, nos hemos graduado la mayoría de carreras y especialidades, algunos hasta pudieron realizar una maestría o hasta doctorado, pero nos sentimos sobrepasados ante la idea de que en nuestras manos está el poder formarles y darles un pilar académico. ¿Qué nos ha pasado, qué hemos perdido?
Y yo quisiera que recordaras el sentimiento y los pensamientos que cruzaron por tu cabeza el día en que saliste del hospital con un recién nacido en brazos; no sé ustedes, pero lo primero que pensamos mi marido y yo fue que esto era demasiado grande y que no sabríamos cómo le íbamos a hacer. ¿Qué fue lo que hicimos? Nos preguntábamos entre risas nerviosas. Recuerdo no haber dormido nada la primera noche, no por los llantos del nuevo bebé sino por estar viéndolo y vigilando si todavía respiraba, no pude hacer más ante el miedo de lo desconocido que encomendarle esa vida inocente y frágil a Dios.
Los años han pasado y ¿qué ha sucedido? Aquel hermoso bebé dependiente cien por ciento de sus padres ahora ya habla, piensa, opina y hasta sabe utilizar mejor los gadgets que uno. Estos chicos saben ir al baño, comer solos, vestirse, jugar y aprender ante la incesante sed de conocimiento que tienen. Lo hemos logrado como padres, nuestros hijos han crecido, o por lo menos ya vamos a un cuarto del camino. Y todos los miedos que sentimos como padres primerizos se han esfumado.
¿Qué nos hizo sobrevivir las primeras etapas de vida? Sólo y nada más que nuestro instinto paternal. Aquel instinto que explotó al oler a nuestro recién nacido, y que se intensificó cada vez que lo acariciábamos y lo acurrucábamos en nuestros brazos. Ese instinto natural y poderoso que nos hizo estar alertas ante cualquier ruidito en la madrugada y que nos decía que algo estaba mal con nuestros bebés, aunque todo mundo decía que lo veían normal.
¿Pero qué fue entonces lo que pasó en medio? ¿Qué sucedió entre esa luna de miel y la actual realidad donde no sabemos qué hacer con nuestros infantes y nos desesperamos cuando nos piden que jueguen con nosotros?
La verdad es que lo qué pasó fue que los dejamos de oler, los dejamos de acariciar, dejamos de preocuparnos por ellos y le delegamos su cuidado a otra persona. Nos desconectamos y apagamos ese instinto paternal y maternal que nos guiaba a tomar las decisiones correctas. Hemos dejado de escuchar nuestro sentido común, nuestra razón y la voz de la conciencia que nos vinculaba incluso con nuestro niño interior. Y eso ha pasado, hemos perdido responsabilidad. Hemos decidido que alguien más capacitado que nosotros debería de educarlo, formarlo, corregirlo y guiarlo como si al haber dejado el hospital hubiésemos dejado al bebé al cuidado de las enfermeras y del pediatra debido a que ellos son más capaces e infalibles que nosotros.
Sin embargo, ahora los tiempos han cambiado y se ha des
pertado la pregunta ¿Los hijos son nuestros o de un educador? Nuestra conciencia se ha elevado y estamos recapacitando; es en nuestras manos que acarician y en nuestros brazos que contienen donde descansa la tarea de preparar a nuestros hijos para el presente y para el futuro, para la pandemia y la crisis, así como para la inclinación y el éxito. Es nuestra responsabilidad y de nadie más y ahora es cuando debemos de despertar al gigante, a nuestro instinto paternal que se encrespa por proteger y cuidar a sus crías, ¿cómo? Amando, oliendo, abrazando, acariciando, preguntando y escuchando a nuestros hijos, dándoles voz y dándoles confianza para soltarse y volar como lo hacen las águilas.
Sí se puede porque se ha podido, con uno y con diez hijos, con trabajo, con quehaceres del hogar, con pandemias y con carencias, en la ciudad o en el campo. Todo se puede mientras haya conexión entre nosotros.
El amor todo lo puede, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta, todo lo sufre, nunca deja de ser.
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